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Hacia el ocaso

El sendero hacia el camposanto sigue estando allí, aunque por delante han levantado dos manzanas de chalets.

Me gustaba pasear por ese camino porque se podía escuchar el silencio entre los chasquidos del viento contra las ramas.

Ya no es igual. No es que moleste el ruido de la gente que habita las casas. Más bien no vive nadie durante la mayor parte del año. Sin embargo, los coches van y vienen. Como si obligaran a sus dueños a no estarse quietos ni un segundo.


Me desagrada también remontar la cuesta por la orilla de la sombra y cruzarme con un corredor que lleva los cascos puestos y me saluda como si no me conociera de nada, es decir, como se saluda a un desconocido por un camino solitario. Claro que nos conocemos, pero no soy el único que ha envejecido.

De jovencito me obligaba a no mirar hacia la tapia del cementerio. Me parecía lo más natural. Además, apenas ocupaba la mitad que ahora. Por eso, y porque me habré rendido a la evidencia, ahora sigo sin pestañear las siluetas de las cruces y picos que repuntan en pugna con los cipreses.

Yo creo que antes no había tantos árboles frutales en los campos de alrededor. Parece que hay quien saca provecho de la muerte ajena. Siempre hay alguien que sale ganando.

Si siguiera por el camino, si obviara las dos carreteras que lo traspasan, entonces llegaría al mar, dirección oeste, y me podría embarcar rumbo al crepúsculo.

Mientras fantaseo con la idea de abrazarme a una muerte segura, porque no sé navegar ni soporto el oleaje, me detengo ante la puerta enrejada del cementerio y entonces reparo en que ahí adentro hay nombres que me apetece pronunciar en silencio.

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