Tantas veces, de jóvenes, nos arriesgamos la vida porque sí, y por suerte no sucedió nada. No fui de los que se bebió la juventud con una sed vampírica, pero más de una vez pude haberme quedado en alguna cuneta y mi muerte no habría sido nada heroica ni habría servido para nada. Sin embargo, habría dejado una huella de dolor indeleble en mi familia y en algunos amigos.
La muerte de un joven parece un atentado contra la vida, cuando en realidad deberíamos pensar lo mismo de cada muerte. Pero qué dolor más distinto acarrea superar la muerte de un anciano, que se acepta con resignación, a la de alguien que todavía no ha tenido tiempo de ponerse a prueba ni de poner a prueba todo el esmero que han puesto sus padres en educarlo.
Apenas los conocía y los recuerdo de vez en cuando sólo porque murieron jóvenes. Siempre lo serán en mi recuerdo y, al mismo tiempo, serán recordatorios de que la muerte está ahí, caprichosa. Sus más allegados son a menudo sombras de lo que fueron. Estas pérdidas no hay tiempo que las repare.
Una chica con apenas dieciséis años se cayó de mala manera y murió desnucada enfrente de una discoteca de verano, que ahora ya no está, y cuya ausencia ha logrado que de vez en cuando, al pasear junto al mar, no evoque su desaparición. Tenía un brillo en los ojos especial. Cuesta creer que se apagaron así, de pronto.
Un vecino, familiar lejano además, que tuvo un accidente de moto por un camino muy retorcido por donde solía salir a correr de joven y que ahora ya no es igual, pero no hizo falta que lo cambiaran para saberme a hiel cuando pensaba que en alguna curva un chico se estrelló y todo cambió para siempre. Era uno más del barrio, alguien que podría haber sido yo. Todo le iba bien hasta que dejó de existir.
La lista de jóvenes que murieron cuando yo quería hacerme mayor a marchas forzadas resulta desmesurada y sólo gracias a que me fui alejando del pueblo hoy en día no es más amplia.
De repente, el sobrino de unos amigos, un estudiante de medicina, desaparece en un camping del Norte de Francia.
Ocurre durante una de esas fiestas de iniciación universitarias en las que los veteranos beben y hacen beber a los nuevos. Imagino que beben como bestias, como nosotros hacíamos y como hoy hacen los jóvenes. Lo que no sé es qué tipo de drogas le añaden al cóctel, porque hace tiempo que dejé esa etapa de mi vida. Me puedo imaginar de todo y nada.
El caso es que unos amigos o compañeros del chico lo llevan muy ebrio hasta su tienda de campaña. Nadie lo ve más allá de las dos y diez de la mañana. Su teléfono deja de funcionar.
Hay que saber que el camping está en zona llena de estanques y plantas. Supongo que hay que imaginarse que la gente que podría haber escuchado a alguien zambullirse en el agua estaba lejos, bailando o bebiendo. Es previsible que, además, hubiera ruido alrededor. No lo sé: son suposiciones.
Pasaron diez días de angustiosa búsqueda. Como los perros no detectaban su rastro más allá del propio camping se especuló con que se lo hubieran llevado en un coche. Hubo incluso quien aseguró haberlo visto a varios kilómetros de allí como si quisiera huir a alguna parte.
Era previsible que este chico, todavía por hacer y con todo por vivir, no hubiera salido del último lugar que le vio con vida. Y después de más de una semana apareció su cadáver en el fondo de uno de los estanques. Si lo sacó un buzo no debía de ser fácil verlo a simple vista.
Como tardaron tanto en encontrarlo me gustaría pensar que los gendarmes no encontraron huellas de otras personas que le gastaran una broma con macabras consecuencias. ¿Quién quiere matar a un chico de dieciocho años que se dedica a estudiar?
Lo encontraron y han dicho ya que murió ahogado. Imagino que los corazones de sus familiares están destrozados y que algunas mentes, inquietas y nubladas por el dolor, intentan buscar culpables. Pues no pudo ser que todo fuera tan sencillo como que el chico sale un momento de la tienda, apenas consciente, y cae en un estanque donde no tiene fuerzas ni para gritar ni para salir.
Siempre planeará la duda: ¿alguien pudo salvarlo y no lo hizo? ¿Alguien lo incitó a sumergirse? ¿Lo mataron?
Un chico de dieciocho años, con ganas de ser médico, por el amor de Dios, ¿quién le podría desear la muerte?
Si fue un accidente y alguien lo presenció y, a pesar de eso, dejó que su familia albergara esperanzas de encontrarlo vivo durante tantos días es posible que consiga callarse el secreto. Si fueron varias personas, una de ellas sufrirá un ataque de conciencia y lo revelará.
Si lo asesinaron, todo es posible, porque hoy en día hemos aprendido mecanismos para desterrar la culpa de nosotros, y hay casos flagrantes de chicos que matan y no son capaces de confesar el lugar donde enterraron a su víctima.
Si simplemente se ahogó, habrá quien culpe al Destino, la Fatalidad, la Suerte, Dios, el consumo de alcohol, el decano de la Facultad de Medicina, los organizadores de la jornada de convivencia, los compañeros del chico, etc.
Los padres siempre lo llevarán consigo y espero que no sea en forma de culpa o de vacío existencial, sino del recuerdo del chico jovial que fue.
Por favor, que no piensen en lo buen médico que pudo llegar a ser, ni en los nietos que les daría, porque no hay peor modo de vivir la realidad que refugiarse en una fantasía cruel. La ficción sirve, sí, para evadirse, pero ha de ser placentera y transitoria. De lo contrario es mejor aferrarse a la realidad cruel y aceptar que esta vida es un regalo a veces envenenado.
Vivimos hasta donde podemos y lo hacemos del modo que aprendemos, y casi todo lo que nos pasa es responsabilidad únicamente nuestra, ni de nuestros padres ni de los amigos ni de la sociedad. Nuestra. Algunas veces los planes, siendo igual de irresponsables, salen bien; otras veces, no.
Como todo en esta vida resulta tan frágil y fronterizo es mejor dejar de darle vueltas.
Mi más sincero pésame a la familia de JB P., al que no tuve el placer de conocer. Durante estos días he seguido con preocupación su pérdida y, por algún motivo, quizá porque soy padre, me ha llegado hasta el corazón el sufrimiento de su familia.
Espero que sus padres pueda vivir pronto con la dosis necesaria de felicidad. JB ya ha emprendido su camino, el que todos realizaremos alguna vez.
NOTA: En recuerdo a Jean-Baptiste Pignède. Descanse en paz.
La muerte de un joven parece un atentado contra la vida, cuando en realidad deberíamos pensar lo mismo de cada muerte. Pero qué dolor más distinto acarrea superar la muerte de un anciano, que se acepta con resignación, a la de alguien que todavía no ha tenido tiempo de ponerse a prueba ni de poner a prueba todo el esmero que han puesto sus padres en educarlo.
Apenas los conocía y los recuerdo de vez en cuando sólo porque murieron jóvenes. Siempre lo serán en mi recuerdo y, al mismo tiempo, serán recordatorios de que la muerte está ahí, caprichosa. Sus más allegados son a menudo sombras de lo que fueron. Estas pérdidas no hay tiempo que las repare.
Una chica con apenas dieciséis años se cayó de mala manera y murió desnucada enfrente de una discoteca de verano, que ahora ya no está, y cuya ausencia ha logrado que de vez en cuando, al pasear junto al mar, no evoque su desaparición. Tenía un brillo en los ojos especial. Cuesta creer que se apagaron así, de pronto.
Un vecino, familiar lejano además, que tuvo un accidente de moto por un camino muy retorcido por donde solía salir a correr de joven y que ahora ya no es igual, pero no hizo falta que lo cambiaran para saberme a hiel cuando pensaba que en alguna curva un chico se estrelló y todo cambió para siempre. Era uno más del barrio, alguien que podría haber sido yo. Todo le iba bien hasta que dejó de existir.
La lista de jóvenes que murieron cuando yo quería hacerme mayor a marchas forzadas resulta desmesurada y sólo gracias a que me fui alejando del pueblo hoy en día no es más amplia.
De repente, el sobrino de unos amigos, un estudiante de medicina, desaparece en un camping del Norte de Francia.
Ocurre durante una de esas fiestas de iniciación universitarias en las que los veteranos beben y hacen beber a los nuevos. Imagino que beben como bestias, como nosotros hacíamos y como hoy hacen los jóvenes. Lo que no sé es qué tipo de drogas le añaden al cóctel, porque hace tiempo que dejé esa etapa de mi vida. Me puedo imaginar de todo y nada.
El caso es que unos amigos o compañeros del chico lo llevan muy ebrio hasta su tienda de campaña. Nadie lo ve más allá de las dos y diez de la mañana. Su teléfono deja de funcionar.
Hay que saber que el camping está en zona llena de estanques y plantas. Supongo que hay que imaginarse que la gente que podría haber escuchado a alguien zambullirse en el agua estaba lejos, bailando o bebiendo. Es previsible que, además, hubiera ruido alrededor. No lo sé: son suposiciones.
Pasaron diez días de angustiosa búsqueda. Como los perros no detectaban su rastro más allá del propio camping se especuló con que se lo hubieran llevado en un coche. Hubo incluso quien aseguró haberlo visto a varios kilómetros de allí como si quisiera huir a alguna parte.
Era previsible que este chico, todavía por hacer y con todo por vivir, no hubiera salido del último lugar que le vio con vida. Y después de más de una semana apareció su cadáver en el fondo de uno de los estanques. Si lo sacó un buzo no debía de ser fácil verlo a simple vista.
Como tardaron tanto en encontrarlo me gustaría pensar que los gendarmes no encontraron huellas de otras personas que le gastaran una broma con macabras consecuencias. ¿Quién quiere matar a un chico de dieciocho años que se dedica a estudiar?
Lo encontraron y han dicho ya que murió ahogado. Imagino que los corazones de sus familiares están destrozados y que algunas mentes, inquietas y nubladas por el dolor, intentan buscar culpables. Pues no pudo ser que todo fuera tan sencillo como que el chico sale un momento de la tienda, apenas consciente, y cae en un estanque donde no tiene fuerzas ni para gritar ni para salir.
Siempre planeará la duda: ¿alguien pudo salvarlo y no lo hizo? ¿Alguien lo incitó a sumergirse? ¿Lo mataron?
Un chico de dieciocho años, con ganas de ser médico, por el amor de Dios, ¿quién le podría desear la muerte?
Si fue un accidente y alguien lo presenció y, a pesar de eso, dejó que su familia albergara esperanzas de encontrarlo vivo durante tantos días es posible que consiga callarse el secreto. Si fueron varias personas, una de ellas sufrirá un ataque de conciencia y lo revelará.
Si lo asesinaron, todo es posible, porque hoy en día hemos aprendido mecanismos para desterrar la culpa de nosotros, y hay casos flagrantes de chicos que matan y no son capaces de confesar el lugar donde enterraron a su víctima.
Si simplemente se ahogó, habrá quien culpe al Destino, la Fatalidad, la Suerte, Dios, el consumo de alcohol, el decano de la Facultad de Medicina, los organizadores de la jornada de convivencia, los compañeros del chico, etc.
Los padres siempre lo llevarán consigo y espero que no sea en forma de culpa o de vacío existencial, sino del recuerdo del chico jovial que fue.
Por favor, que no piensen en lo buen médico que pudo llegar a ser, ni en los nietos que les daría, porque no hay peor modo de vivir la realidad que refugiarse en una fantasía cruel. La ficción sirve, sí, para evadirse, pero ha de ser placentera y transitoria. De lo contrario es mejor aferrarse a la realidad cruel y aceptar que esta vida es un regalo a veces envenenado.
Vivimos hasta donde podemos y lo hacemos del modo que aprendemos, y casi todo lo que nos pasa es responsabilidad únicamente nuestra, ni de nuestros padres ni de los amigos ni de la sociedad. Nuestra. Algunas veces los planes, siendo igual de irresponsables, salen bien; otras veces, no.
Como todo en esta vida resulta tan frágil y fronterizo es mejor dejar de darle vueltas.
Mi más sincero pésame a la familia de JB P., al que no tuve el placer de conocer. Durante estos días he seguido con preocupación su pérdida y, por algún motivo, quizá porque soy padre, me ha llegado hasta el corazón el sufrimiento de su familia.
Espero que sus padres pueda vivir pronto con la dosis necesaria de felicidad. JB ya ha emprendido su camino, el que todos realizaremos alguna vez.
NOTA: En recuerdo a Jean-Baptiste Pignède. Descanse en paz.
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