Fue un alivio que mi abuelo se largara a México. Aunque me había criado con él, los últimos años me había preocupado más de su pellejo que del mío. Un día me dijo que estaba enamorado, que le devolviera el dinero que le debía. Al mes recibí una postal suya que terminaba así: "qué feliz soy". Poco le duró. Su misteriosa novia de Veracruz se lo encontró en la bañera, el agua hirviendo, la piel abrasada. Sólo se le salvó la cabeza, su augusto cráneo de filósofo antiguo. Cinco años después, otro día cualquiera, me llamaron desde México: tenía que estar presente en la exhumación de su cadáver, porque había expirado el alquiler de la tumba. Si quería descansar para siempre en un buen sepulcro pagaría una cifra descomunal de dólares. La opción más barata me costaría 3.000. Intenté pasarle la pelota a la novia mexicana de mi abuelo, pero ni siquiera había asistido al entierro. Si decidía no viajar o no pagar, sus restos acabarían en una fosa común. Fecha límite: 31 de
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