Tantas veces, de jóvenes, nos arriesgamos la vida porque sí, y por suerte no sucedió nada. No fui de los que se bebió la juventud con una sed vampírica, pero más de una vez pude haberme quedado en alguna cuneta y mi muerte no habría sido nada heroica ni habría servido para nada. Sin embargo, habría dejado una huella de dolor indeleble en mi familia y en algunos amigos. La muerte de un joven parece un atentado contra la vida, cuando en realidad deberíamos pensar lo mismo de cada muerte. Pero qué dolor más distinto acarrea superar la muerte de un anciano, que se acepta con resignación, a la de alguien que todavía no ha tenido tiempo de ponerse a prueba ni de poner a prueba todo el esmero que han puesto sus padres en educarlo.
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