Uno se espera de un profesor entrado en años poco menos que un tesoro, porque se supone que con la vejez se templa el carácter y, sobre todo, la sabiduria llega a su máximo nivel, que es el sumun en cuanto a individuos cuyo currículum les desborda.
Por eso será que ya no publican gran cosa ni amplian sus estudios ni siquiera intentan darse a conocer. Se supone que han adquirido un nivel tan excelso que no sólo se siente intocables sino que no necesitan poner los pies en la tierra.
También se supone que la universidad cuenta con mecanismos para regular el trabajo de sus funcionarios. Mi intención es bastante más modesta: hablar de su labor de docente.
Siempre guiándonos por la norma general, con las injusticias que el método al por mayor acarrea, me da la sensación de que estos profesores milenarios no actualizan sus competencias didácticas. En cualquier caso, queda claro que no las aplican.
A la que se te planta un profesor con muchos años a la espalda, lo más probable es que te encuentres ante un bulto parlante para el que no eres más que parte del mobiliario. No, la participación del alumnado no está entre las prioridades del profesor ajado. A menudo, si no te vence el sueño, puedes anticiparte al monólogo curioseando en las hojas amarillentas que estas losas del saber almacenan en carpetas desgastadas.
Hablan con la dicción rendida, miran al infinito y cuando preguntan, no esperan respuesta. Incluso se permiten alguna digresión sobre la política del momento o lo mal que está la juventud en cuanto a lecturas o lo que sea.
Luego, cuando terminan (que es cuando les da la gana, porque los horarios también circulan por otro carril), se van a toda prisa. Y si les quieres consultar alguna duda, te ponen unas cuantas pegas: ahora tengo máster, venga usted en mis horas de visita, etc.
Y así vamos. Son catedráticos, doctores y no sé qué más. Y la queja de un estudiante queda como un poema de un virtuoso en los apuntes carpetovetónicos sobre un movimiento antiguo en opinión de Menéndez Pidal. Fuera de juego.
Por eso será que ya no publican gran cosa ni amplian sus estudios ni siquiera intentan darse a conocer. Se supone que han adquirido un nivel tan excelso que no sólo se siente intocables sino que no necesitan poner los pies en la tierra.
También se supone que la universidad cuenta con mecanismos para regular el trabajo de sus funcionarios. Mi intención es bastante más modesta: hablar de su labor de docente.
Siempre guiándonos por la norma general, con las injusticias que el método al por mayor acarrea, me da la sensación de que estos profesores milenarios no actualizan sus competencias didácticas. En cualquier caso, queda claro que no las aplican.
A la que se te planta un profesor con muchos años a la espalda, lo más probable es que te encuentres ante un bulto parlante para el que no eres más que parte del mobiliario. No, la participación del alumnado no está entre las prioridades del profesor ajado. A menudo, si no te vence el sueño, puedes anticiparte al monólogo curioseando en las hojas amarillentas que estas losas del saber almacenan en carpetas desgastadas.
Hablan con la dicción rendida, miran al infinito y cuando preguntan, no esperan respuesta. Incluso se permiten alguna digresión sobre la política del momento o lo mal que está la juventud en cuanto a lecturas o lo que sea.
Luego, cuando terminan (que es cuando les da la gana, porque los horarios también circulan por otro carril), se van a toda prisa. Y si les quieres consultar alguna duda, te ponen unas cuantas pegas: ahora tengo máster, venga usted en mis horas de visita, etc.
Y así vamos. Son catedráticos, doctores y no sé qué más. Y la queja de un estudiante queda como un poema de un virtuoso en los apuntes carpetovetónicos sobre un movimiento antiguo en opinión de Menéndez Pidal. Fuera de juego.
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